“-A mí me han dicho…, no, no me lo han dicho, lo sé desde hace mil años…, yo sé que en el mundo todo lo que pasa es según la ley…, porque chiquillo, las cosas no pasan porque a ellas les de la gana, sino porque así está dispuesto. Las aves vuelan, y los gusanos se arrastran, y las piedras se están quietas, y el sol alumbra, y las flores huelen, y los ríos corren hacia abajo y el humo hacia arriba, porque así es su regla... ¿Me entiendes?
-Lo que es solo eso, todos lo sabemos –respondí menospreciando la ciencia de Inesilla.
-Bien, muchaho. ¿Crees tú que una tortuga puede volar, aunque esté meneando toda la vida sus torpes patas?
-No, seguramente.
-Pues tú, pensando en ser hombre ilustre y poderoso, sin ser noble, ni rico, ni sabio, eres como una tortuga que se empeña en subir volando al pico más alto de Guadarrama.
-Pero, reina y emperatriz, si no pienso subir solo, sino que pienso encontrar, como otros que yo me sé, una personita que me suba en un periquete. Hazme el favor de decirme cuál era la sabiduría y riqueza del otro cuando le hicieron duque y generalísimo.
-Pero, señor duquillo –contestó ella jovialmente-, si esa personita le sube a usted será como si un águila o un buitre cogiera por su concha a la tortuga para llevársela por los aires. Sí, te levantará; pero cuando estés arriba, el pájaro, que no ha de estarse toda la vida con tanto peso en las patas, te dirá: «Ahora, niño mío, mantente solo». Tu moverás las patucas, pero como no tienes alas, ¡pataplús!, caerás en el suelo, haciéndote mil pedazos.
-¡Qué tonta eres! –dije con petulancia-. Eso pasa en las cosas que se ven y se tocan; pero, chica, lo que se piensa y lo que se siente es otro mundo aparte. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
-Estás lucido, sí –repuso Inés-. Todo debe de ser así mismamente. Cuando tú quieres a una persona o cuando la aborreces, no es porque se te antoje. ¡Ay!, chico, el corazón tiene también…, pues…, su ley, y todo lo que pensamos con nuestra cabecita va según lo que debe ser y está mandado.
-Pero di, chiquilla, ¿de dónde sabes tú todo eso? –le pregunté.
-Pero ¿esto es saber? –respondió con naturalidad-. Pues esto lo sabes tú y todos. De veras te digo que se me ocurrió cuando estabas hablando, y que jamás había pensado en tales cosas.
-¡Picarona! Cuando menos, tienes escondido un rimero de libros con los cuales piensas hacerte doctora por Salamanca-
-No, hijito, no he leído más libros, fuera de los de devoción, que Don Quijote de la Mancha. ¿Ves? A ti te va a pasar algo de lo de aquel buen señor, sólo que aquél tenía alas para volar. ¡Pobrecillo! Lo que le faltaba era aire en que moverlas”.